martes, 15 de enero de 2002

Esta noche te pintaré la vida

He visto tan de cerca historias de mujeres que se enfrascan en relaciones enfermas, insoportables, denigrantes, decayendo de poquito a poco, como no queriendo. Como un alcohólico, como un drogadicto. He estado en ese umbral, y por suerte salí huyendo antes de la caída inminente. 

VIII Premio Nacional de Cuento Carmen Báez

Publicado por: Ediciones Michoacanas, 2002



El cuarto como cada noche rotaba alrededor de la cama; tu brazo firme como el roble que me resguardo de la lluvia, como el yugo de nuestra relación, el ancla que me mantiene atada a tus tobillos. Tu brazo cubierto de vello, de sudor, de sal, de ese olor a tabaco que caracteriza tus besos, de mi lengua perdida, de mis labios sellados. Tu brazo cortándome el aire. Reprimiendo mis deseos. Parece que de pronto te conviertes en un extraño, eres mi verdugo. Como cada noche llegamos a nuestra mínima casa, hecha para uno; lugar que a fuerza volvimos de dos. Abrimos la puerta del cuarto, nuestro cuarto, el de la ventana pequeña que enmarca nuestra cabecera, el de las paredes verdes. Paredes que nosotros pintamos con esponjas; manchas de nuestra unión que se ha tornado cadena, verde lamoso, verde selva, verde indefinido como mis ojos, verde como el pasto del jardincito que se marchita afuera, se nos está muriendo…como mi alma. La ventana se ha quedado con las misma persianas caquis de cuando nos mudamos, el cuarto se veía tan lleno de luz entonces. ¿Dónde se ha quedado? Probablemente los muebles le han robado vida. Era un cuarto inmenso, infinito, demasiado para dos jóvenes estúpidos, embriagados de amor, mucho espacio alrededor del lecho considerando que entre nosotros el espacio era nulo. Aquí también vivía el sol. Se ha mudado. El sol reflejándose en mis pies desnudos las mañanas de domingo, cuando nos levantábamos hasta muy tarde. El sol escurriéndose por las aberturas entre las persianas. El sol inundándolo todo, cuando aún sin cama dormíamos tirados sobre la duela de madera gastada y nuestro mobiliario se conformaba únicamente por nuestras mochilas en la esquina del closet sin puertas. Tú y yo en ese cuarto, con las mismas persianas abiertas cada noche, sin mas música que el vago sonido de tus discman. Ahogados en la risa simple de ser nada, de perdernos en nuestras cuatro paredes inmensas, cuando aún eran verde esmeralda. Cuando aún eran verde bandera, verde agua, verde vida. Y sin embargo, todavía son verdes. Fue así nada mas, de pronto, que nuestro mundo comenzó a sobre poblarse. Necesitamos  de una cama, de un silloncito, de la televisión sobre el mueble donde guardamos las revistas. Nos volvimos dependientes de las colchas, las almohadas, la lamparita de noche. La vanidad de nuestra naturaleza humana, porque así venimos al mundo. Desde que nacemos nos complicamos la vida envolviéndonos en mantas de algodón para volver inútil la piel que no sabemos mutar.

La duela era fresca en primavera, antes de que los veranos se volvieran homogéneos con los otoños: un híbrido, una deformidad. Así es el clima en esta ciudad de julio a noviembre, las lluvias constantes, dejando el olor de asfalto mojado en nuestra lengua, el calor pegajoso del puerto en nuestra piel y el bailar de los árboles burlones en nuestros oídos, tratando de confundirnos siempre: ¿Es verano o es otoño?. Eres verano, yo otoño. Tienes sangre que bulle, manos que queman. La chispa de tus ojos rebota en tus pupilas, baila, juega. No te quedas quieto, eres ruido de plaza, eres música de feria. Eres sudor, sal y tierra húmeda. Y yo…el otoño. El otoño que se sabe incierto. Que cambia de aires, vuela, se esfuma. Arrastra consigo las hojas secas, las va perdiendo mientras recoja otras nuevas. Así yo, el otoño, tan melancólico, tan indefinido. Sin alcanzar la calidez de julio ni el frío de diciembre. Otoño al fin. Cayéndose él mismo al tirar las hojas. 

La soledad de pronto se nos clavaba en las uñas. Nuestra soledad de los dos se volvía un hongo, se expandía en nuestra carne, en nuestro sudor, en la sal de despertar juntos dándonos la espalda. Siempre fue difícil despertarte, pero este otoño (¿ó acaso es verano?) las mañanas se vuelven un martirio. Tu cuerpo, como un bulto. Un saco de paja, de alpiste de arroz, con aroma a establo, a tierra mojada, a humedad guardada en el closet. No podía despertarte. Ya no escuchabas mi voz. Me había vuelto muda de pronto. Y sucedió precisamente la mañana de ese lunes. No hiciste el café. No buscaste los filtros en la alacena, no me preguntaste metódicamente dónde habían quedado nuestras tazas, no llenaste la jarra con agua, no conectaste la cafetera.  Y yo me quede ahí, sentada en el banquito, con los codos en la barra mientras mi pan se calentaban en el tostador. Tomaste leche. Leche fría, en un vaso pequeño. Tomaste leche y te limpiaste los labios con mi servilleta. No hiciste café. Me besaste en los labios, y no eras tú. Sellaste el beso con leche, no con café, y me quedé muda. No hiciste café. Perdí la voz. El café de la mañana siguiente estaba agrio. El de la mañana siguiente aguado, ligero, como café de fonda. El de la mañana siguiente perdió el aroma. No regresó nunca nuestro olor amargo, nuestro sabor cargado. Nuestro aroma. Nuestro café. Y me quedé muda.
Tu aún creías escucharme cuando subíamos al coche. Arrancabas, prendías como siempre el radio hasta llegar a la esquina. Hablabas de las tablas, de las estadísticas, de la junta de esta tarde. Hoy otra vez llegarás tarde. Hoy otra vez no te esperaré a cenar. Sigo escuchando tu voz mientras mi mirada se pierde en las banquetas, en las niñas con sus uniformes cuadriculados en la esquina, sentadas en sus mochilas de ruedas esperando el camión que las lleva cada mañana. En las abuelas cruzando las calles con sus bolsas de mano, escondiendo ahí un labial para pintar sus labios secos como una pasa, una gota de vanidad guardada en cada cierre. Y a fin de cuentas: solas. Tal vez andan buscando al hombre que un día dejo de oírlas. Alguno que probablemente una mañana cambio el café por la leche, y ellas, las ancianas de los parques, del mercado, de cada esquina, se volvieron mudas. Ya después, cuando el verde de las paredes se esfumo, sus hombres comenzaron a perder la vista. Y dejaron de verlas. Tomaban leche fría en vasos pequeños por las mañanas. Hasta que dejaron de verlas.  Voy a pintar el cuarto de rojo. Busco en la guantera mi labial, de verlas se me ha antojado pintar mis labios de carmín, a ver si así te acuerdas de besarlos. Estos últimos meses siempre confunde mis labios con mis mejillas. Me besas como mi padre. Y ahora que veo mis labios reflejados en el mínimo espejo, creo que se ven iguales que hace cinco años, cuando los besaste por primera vez. De golpe. Sin aviso. Te gustaron tanto esa noche que decidiste hacerlos tuyos, no te cansabas de morderlos, de recorrerlos con tu lengua. No perdías momento para besarlos, a veces creía que querías quedártelos en los dientes. Me encantaba pensar que podías arrancarme el labio de una mordida. Y dejarme la lengua manchada de sangre. Como el labial que esta guardado en el cierre de la vanidad. Como las pasas coloradas que adornan los rostros de las viejitas. Voy a pintar el cuarto de rojo.

Mi carmín barato no ha servido de nada. Me bajo del coche y de nuevo confundes mis labios, hoy ha sido con mi frente. Tal vez ya estás perdiendo la vista. Como los hombres que buscan las ancianas. Por eso ya no ves mis labios aunque sean rojos, y crees que el blanco es negro, por eso tomas leche en lugar de café. Pronto dejarás de verme. Ya no me escuchas y ahora dejarás de verme. Me acabo de dar cuenta de que estas enfermo, tu enfermedad  me asusta. En el trabajo no puedo dejar de pensar en este malestar que te corroe. Todo se va lento, metódico. Contesto las llamadas, arreglo los papeles. Parece que no soy yo, me estoy viendo desde afuera, con mis pantalones negros que no tengo que lavar, con mi camisa gris mal planchada. Y mi cabello, siempre sin un lugar fijo. El rojo que me he puesto en los labios hoy resalta entre los grises de la oficina, hasta hacen juego con mis mejillas, que siempre se ponen rojas al medio día. Tal vez por eso las besas mas ahora. Las ves rojas, y piensas que son mis labios pintados. No me gusta que me beses las mejillas.  

Hoy salgo a comer sola, no quiero estar con nadie. Creo que me estás pasando el virus y temo contagiar a mis amigos. Sí, ya me di cuenta de que comienzo a enfermarme. Ya no veo igual el verde de las paredes de nuestro cuarto. Era un verde bonito, como jade, como esmeralda. El brillo de nuestras velas en esas noches eternas se reflejaba en las paredes, y las hacia verde selva. Un cielo verde, con estrellas de fuego. Y nosotros dos, mirándonos a los ojos, tú me penetrabas toda. Metías tu mirada en mis pupilas, que se dilataban, se hacían enormes hasta llegar a ver el techo infinito. Metías tu lengua en mis dientes, en mi paladar. Metías tus manos entre mis senos. Metías tu rodilla en mi entrepierna. Tu aliento desbocado en mis oídos. Tu respiración cortada en mi boca. Nos abrazábamos fuerte. Muy, muy fuerte, como queriendo pegarnos la piel del otro en la propia. Cansados, oliendo a sudor, a sexo, a metamorfosis bajábamos de nuevo a perdernos en las sábanas. A despertar entre sueños. Nuestras sábanas también son verdes, verde bajito, como de uniforme de enfermeros. Verde limpio. Y ahora se me olvida de que color se ve. ¡Comienzo a enfermarme!, tal vez mañana empiece a tomar leche en vez de café y confunda tus mejillas con tus labios. ¡Y no quiero! No quiero que se me olvide a qué sabe el café caliente. No quiero desconocer el sabor de tus labios.¡Yo no quiero estar enferma! ¡Yo quiero seguir viéndote!.  

Regreso a casa sola. No prendo las luces. Voy directo a la cocina para oler el café. Como siempre, está en la misma lata, dentro del refrigerador, nuestros granos de café siempre están fríos. Puedo olerlo, el café aún me huele a nuestro café. Me sirvo leche, en un vasito pequeño, creo que es el mismo que tu usaste esta mañana. Que bien, no me sabe a café. La escupo y me enjuago la boca, no soporto el tufo de la leche en mi lengua. Ese sabor que se queda impregnado. No, creo que yo no estoy enferma. Pero no he visto nuestro cuarto, tengo que checar el color de las paredes. Temo prender la luz para darme cuenta de que no es verde bosque. No, no lo es... es verde feo, verde lama, verde mohoso. Sí, estoy enfermándome. Tengo que pintar el cuarto de rojo. El rojo es vida, es pasión. Es lo que necesitan nuestras pupilas para volver a estar sanas, para no dejar de vernos. Ya perdiste el oído y el gusto, no quiero que pierdas la vista. Estas paredes tienen que ser rojas. Rojas fuego. Voy a prender las velas, tal vez eso nos ayude un poco. Llenar el cuarto de luces tenues, como lo hacíamos antes. Cuando llegues, las velas alumbrarán cada rincón, las paredes del cuarto se verán verde cielo. 

Te esperaré desnuda entre las sabanas verde limpio, con los labios y las mejillas rojas de la sangre que me quema por tu ausencia. Te besaré lentamente, te recorreré cada espacio, cada célula, hasta lograr que tu sangre bulla como la mía. Y te queme la piel, te arda en las venas hasta que quieras hacerme el amor como un ritual. Buscar mi olor. Mi voz perdida. Y cuando por fin la encuentres me escucharás diciéndote que te amo: volverás a oírme. Cuando regresemos juntos del sueño, la luz de la mañana ya habrá inundado el cuarto, y volverá a ser verde jade. Ya no tendré que pintarlo de rojo.

Entras al cuarto, hace demasiado calor. No sé si son las velas o mi sangre. Abres la ventana, el calor te parece insoportable, me entra de golpe el frió de la noche en la espalda, el frío de tu mirada en mis pupilas. Estas cansado, me dices, mientras soplas para apagar la vela que puse sobre el buró, te desabotonas la camisa. No lo había pensado, la enfermedad te debe tener tan agotado que no tienes fuerza ni para tocarme, de nuevo se me olvidaba que estas perdiendo la vista, ni siquiera notas que no me he puesto ropa. No importa. Dormiré desnuda, como en los días de escuela, con tu brazo alrededor de mi cabeza, mi mano en tu pecho y la tuya alrededor de mi cintura. Solo dormiremos, respirando juntos, soñando juntos. Sin hacer nada más. Quiero sentir de nuevo tu brazo acariciándome, no cortándome el aire.  Te acuestas, creo que la enfermedad me está llegando. Mi sentido del olfato, comienza a afectarse, tanto, que ya no huelo tu aroma a tierra humedad y a cigarro. Me hueles a perfume, perfume barato. De esos perfumes que vende en las esquinas de las plazas, que pican en la nariz, que raspan el olfato. Perfume de mujer. de esas que se pintan con labiales carmín intenso, como queriendo cubrir todos los besos que esconden sus labios gastados. De ese rojo quiero pintar estas paredes. Te acuestas dándome la espalda, la enfermedad en ti  se vuelve crónica. Cada día te noto recaer un poco más. Hoy a pesar de que pinte mis labios de rojo, no me has visto. Ya no me ves. Es imprescindible que pinte las paredes. Las velas se ha derretido por completo, el cuarto se va quedando oscuro. Escucho tu respiración a lo lejos, tan lejos. Estamos separados por este abismo que ha partido nuestra  cama en dos. Tu quisiste comprar este colchón  inmenso, con espacio para almohadas y cojines. No sabías que en las noches se parte, aparece este muro que nos tiene separados. Respiras y sueñas en tu lado, mientras yo, a lo lejos tengo los ojos abiertos sin poder ver nada.  Ya no puedo ver siquiera el verde feo de las paredes. Tengo tanto miedo de enfermarme, de que me contagies este mal que te carcome la vida, que no puedo conciliar el sueño. Que tal si cuando despierte ya no te oigo, ni te veo tal como te pasa a ti conmigo. O tal vez tu me dejes de ver por completo y me quede sola como las viejitas con labios de pasas rojas que caminan en las esquinas de las plazas buscando a los hombres que cambian el café por leche. No quiero vivir sabiéndote perdido. Quiero tomar cada mañana de tu misma taza, café cargado como a mí me gusta, caliente como lo tomaba tu abuelo. Quiero tener tu cabeza en mi pecho esos domingos infinitos cuando el medio día nos llega en la cama. Quiero que me escuches en el auto. Quiero que regreses temprano a nuestra casa, y que el cuarto se vuelva a quedar sin muebles, que las paredes vuelvan a ser verde bonito. 

Entre mis deseos y temores, el sueño me vence la batalla. Y comienzo a soñar cosas extrañas. Uno de esos sueños que parecen tan reales, tan infinitamente ciertos que temes quedarte atrapada, sientes pánico, un sudor frió en la nuca que te baja lentamente por la espalda, pero es imposible distinguir si es tu espalda real o tu espalda en el sueño. La desesperación te contrae los nervios: no puedes despertar. Tu respiración vive en otro mundo y tu corazón se ha paralizado. Las imágenes son lentas, son borrosas, son rojas; el color del que voy a pintar nuestras paredes. Mi sueño es tan extraño, la fiebre de esta enfermedad me provoca delirios, sueño que teniéndote a junto a mí, en una cama inmensa, dejas de verme. y de respirar y de latir. Necesito sacarte los ojos para ver si ellos sí saben verme, para ver si entre mis manos recuperan al fin la vista. Tengo ya tu ojo marrón entre mis dedos, esta húmedo, es tan suave, tan frágil. No me ve, ha olvidado cómo. Tu ojo transparente como ojo de gato, ya no me mira. Recuperaré tu lengua entonces. Sueño que te beso, te beso como cuando nos besábamos en el cine. Tu boca quiere reconocerme. Pero otra vez tu cerebro no la deja. Te beso con mas fuerza, con tanta pasión que tu lengua se queda entre mis dientes. Siento tu sangre, sabe a tabaco y a café, como tus besos. Tu lengua esta ahora sobre mi mano, e igual que tus ojos, se ha olvidado de mí. Aún está caliente, me mancha las manos de carmín, me gusta el color. Pintaré las paredes de rojo lengua. En el sueño veo de pronto tu pecho, inmenso. Me acerco lentamente y lo recorro con el dedo hasta llegar a la altura de tu corazón. No lo escucho. Acerco mi oído. No palpita. ¡No puede ser cierto! Tu corazón no puede ser tocado por la enfermedad. Tu corazón es mío, me lo regalaste mucho antes. No puedes dejar que así nada mas se muera como tus ojos y tu boca. Tu corazón no puede dejar de conocerme. ¡Tu corazón me sabe!. Tu corazón es mío, tú mismo me lo diste. Esta enfermedad te ha dañado tanto que crees que te lo he devuelto, que de nuevo es tuyo y puedes enseñarlo a no palpitar por mí. Pues no: no puedes. ¡Este corazón es mío, con mis manos me lo llevo!. Ya no estará mas en tu pecho infinito. Ya no estará en tu cuerpo de verano, lleno de ruidos de plaza y de feria, ni en tu piel que huele a tierra con tabaco. Ni en tus huesos que me cortan la respiración cuando me aprietan. No latirá para ti, porque es mío. Y lo tomo, no morirá contigo. Desesperada me abro camino en tu piel, te arranco la carne, las venas. Hay sangre, roja, como el color que quiero poner en las paredes. Tu corazón quiere salvarse, esta latiendo. Aun en mis manos late. Él si me reconoce. Lo tengo en mis palmas, bailando, revoloteando, palpitando para mí. Me reconoce, me escucha, me ve. Es mío. Las sabanas se han vuelto rojas, tan rojas como siempre quise verlas. Pero las paredes aun son verde feo. Mis manos y toda yo somos color carmín. Mis manos funcionan cómo las esponjas que usamos para pintar las paredes de verde. Estoy pintándolas de nuevo, pero ahora de rojo, rojo pasión, rojo fuego: rojo sangre.  Este rojo me ha gustado mas que ningún otro. Es el rojo que tú hubieras escogido. Porque es tuyo. 

Creo que hoy comienza la primavera. Esa etapa horrible donde el verano y el otoño se confunden ha terminado. Lo sé porque el sol ha regresado a nuestra casa, ya comienza a colarse entre las aberturas de las persianas, es un sol dorado como el que inundaba el cuarto las mañanas de primavera. La cera de las velas ha manchado todos los muebles, he tenido que tirarlos, de nuevo sólo esta la cama, la persiana, tú y yo. Ya no hay verde feo. Las paredes están pintadas de rojo. Eso me llena de vida. La luz del sol ya esta reflejándose en tus pies. Yo no puedo mas que sonreír de felicidad,  he despertado de ese sueño infinito, para darme cuenta que no estoy enferma. Aún te veo, te huelo, te oigo. Tu  corazón está manchando mis manos de rojo, rojo bonito, como el de nuestras paredes. Sin embargo en ti,  la enfermedad continua esta mañana. Sigues sin verme (¡Con qué ojos si te los he sacado!), sin sentirme (¡con que lengua si la he tomado entre mis dientes!), sin moverte, sin hablar. Sin amarme. ¡Pero como pretendo que me ames, si tú mismo me regalaste tu corazón un día!. Me había olvidado que era mío, anoche lo recordé en un sueño y lo tomé. Esta mañana palpita entre mis manos, mientras veo el sol de primavera colarse por la ventana de nuestro cuarto rojo. Hoy de nuevo sonrío.


Rosa Elena               


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