¡La revista
Alarma!, sensacionalismo y amarillismo burdo, debe venderse muy bien en los
pueblos de provincia, porque en el mío estaba siempre en primera fila, al lado
de los álbumes de colecciones y los periódicos serios. Imposible no verla con
sus fotos violentas de gente desmembrada en accidentes o muertos con las tripas
de fuera. Supongo que ese tiempo no se hablaba mucho de la contaminación visual
o los traumas de infancia, porque los niños nos embelesábamos mirando las
atrocidades de aquellas fotos. Una imagen me quedó, de una foto blanco y negro
que mostraba una mujer de brazos cruzados mirando al suelo, un hacha y una
cabeza de hombre dentro de un bote de aluminio de manteca, con la lengua de
fuera, como puerco en carnicería.
EL FUNGIBLE Especial relatos para España y América Latina 2007
Publicado por: Ed. Punto de Lectura
La cantaleta comienza a finales de octubre, cuando su madre tiene ya listos los lechones: tamales de cerdo para el altar. Nunca me ha gustado la carne de cochino, me cuesta masticarla, se me dificulta pasármela por la garganta y luego se me queda en el estómago demasiados días. Me pesa en el vientre, tal como me pesa el cuerpo torpe de mi esposo en mi lecho cada noche. En mi casa, el día de todos santos se preparaban los mejores tamales: tamales de elote. Así se comen en el puerto, tamales de masa dulce con relleno de salsa picante. La mezcla de dulce con salado me apasiona, fue por eso que decidí casarme: mi piel es demasiado azucarada... necesitaba cada noche la sal de sus besos para no llenarme de hormigas; al menos eso creía. Hoy las manos me saben amargas.
Él no soporta la composición: ó es salado, ó es dulce, pero nunca ambos. Por eso, cada año me critica los tamales, cada noviembre me hace cocinar un ciento de tamales, que al final no se come porque le saben dulces. Después de dimitir mi trabajo olvidado en el plato, llega glorioso a presumir la olla llena de tamales de cerdo, que amablemente su madre le ha preparado. Y mis cinco veintenas de tamales se agrían en la tamalera, se pudren como mi alma bajo su brazo, bajo mi título de ser su esposa. La norma que debe ser inquebrantable en la vida conyugal es bien conocida: una no debe nunca competir contra la suegra. Esa es la regla de oro. Yo no lo intento, pero en nuestro caso, su madre me pesa más que sus mil amantes, que su cigarro, que el fútbol, que su impotencia. Mi marido a sus treinta seis años sigue siendo un lactante, su madre no ha dejado de amamantarlo hasta éste día. Y yo sin hijos.
Pero este año, estoy asediada de fastidio, este noviembre me quiero gozar la noche de muertos: el olor del copal henchido de incienso, naranjas chinas celadas por las canastas de papel matizado. Con el pan oliendo a anís y a flor de naranja, esperando sumergirse provocativamente dentro del chocolate hirviendo, para después avivarse en mi lengua, impregnarse mansamente en todo mi paladar. Con una muchedumbre de espíritus velándome la noche, estremeciendo las cortinas, suspirándome su respiración impávida sobre el cuello. Con mi casa oliendo a cempasúchil, flores de muerto. Sin el aludido canturreo de los tamales de cerdo. Por eso este año, por fin he decidido preparar yo misma un centenar de tamales, pero no dulces: tamales amargos, tamales rellenos de cerdo.
Mi suegra forja un verdadero ritual de la matanza del lechón. Es una ceremonia solemne, un sacrificio a los dioses. Este año que por primera vez decidí seguirlo, preparé, a modo de sacerdotisa, con tiempo y anticipación mis utensilios: un cuchillo resplandeciente agudizando el filo con su brillo, un palo enorme que en sus buenos tiempos decoraba la seiba del jardín, ajos pelados, pimienta, cuerdas para atar, una olla, baldes, leña, paños, pajas para chamuscar. Mi suegra insistía en que se necesitaban al menos tres días para tener la carne ya lista para los tamales... yo empecé con buen tiempo, maté al cerdo el veintiocho de octubre.
Cómo me fastidia el chillido agudo y prolongado de los cochinos cuando mueren, le temía más a ese sonido penetrándome los oídos que al hecho de asesinarlo. Creí que sería yo la que sucumbiría en el intento, caería agónica sin poder soportar el llanto: los cerdos chillan como si fueran niños. Mi espíritu maternal es el que me debilita, me imagino al pobre hijo que no he podido tener llorando desesperadamente. Si así llorara mi niño cada noche, el llanto no me pesaría, pero el presagio del sonido de un cerdo que camina a su muerte me llena de angustia. Mi suegra a sangre fría nunca da marcha atrás, el agudo sonido colma cada año su patio... hasta el momento en que ella regresa triunfante con el mandil manchado en sangre. Yo no quería escuchar ese agónico sonido en casa. es una verdadera suerte que el cerdo que maté se murió calladito.
Nadie nunca terminará creyendo que yo maté al animal sola. La seiba fue mi copartícipe y compinche. Los lechones siempre se toman por detrás, y yo temía tomar a la bestia por la espalda, era demasiado grande para mí, estando así, sola, acabaría por vencerme. Tenía que calcularlo a sangre fría, tenderle una pequeña trampa. Lo entretuve con un anzuelo, uno muy dulce para que la muerte no le supiera amarga. Mi trampa tenía el dulce del piloncillo molido que se le pone a la masa y la sal del sudor que me cubría las palmas de la mano mientras sostenía el palo, como si de ahí colgara mi vida. Desde que el animal distinguió los pequeños cráneos de dulce se entretuvo en deglutirlos todos. Lo conocía bien, masticaba muy despacio los cráneos de azúcar para que no se le pegaran en los dientes. Cada mordida dada me aceleraba el pulso, sentía que el corazón se me salía del pecho, me taladraba tan fuerte que hasta llegue a pensar que el animal me escucharía. Pero el sonido del dulce entre sus encías era más fuerte. Le di fuerza a mis brazos, toda la fuerza concentrada en mi matriz nunca habitada, en los rezagos de los golpes recibidos, de las mil veces en que las palabras me lograban sentir inútil. El golpe en seco corto el aire, el sonido, el espacio. Me tomó tiempo poder recuperar el aliento. El animal estaba ya en el suelo, mi golpe le había abierto el cráneo. Es una lástima que la calaverita de azúcar se haya roto también... era una verdadera obra de arte.
Aún respirando con dificultad en el suelo, sus ojos me miraban suplicantes. Gocé el delicioso placer de ser yo la que llevaba el mando de este juego, la sacerdotisa dirigiendo el ritmo de este sacrificio. Los latidos de mi corazón coordinaban la cadencia, tal como la música del tambor en el ritual comenzado, Mictlantecuhtli bajó a la tierra de los hombres para verme. Introduje el cuchillo muy lentamente en su garganta, en cierto modo gocé la sanguinaria sensación de introducir el afilado elemento en sus músculos, era cómo si yo misma fuera el cuchillo: semejante a mi tacto sumergiéndose lentamente bajo su piel, sintiendo la agitación desesperada de sus venas, su agónico pulso en cada célula. Por primera vez yo era quien penetraba a un ser... por fin descubrí porque los hombres disfrutan más el sexo.
El cerdo pataleaba emitiendo gruñidos guturales, nunca sabré si eran alaridos de dolor o imploraciones de auxilio. El chorro de sangre se fue agotando, al momento en que el animal enmudecía, soltaba los dedos, dejaba los ojos en blanco. Le saqué el corazón a manera de guardarme un recóndito tesoro. El corazón... tan rojo. Tenía el corazón demasiado rojo. Ya en mi mano aún palpitaba inmensurable... como siempre, mentiroso. Uno no ama con el corazón sino con las tripas. El corazón es un falso fantasma, tan irreal, tan ilógico; como la foto de bodas, como la fiesta de aniversario cada año, como las promesas de amor rotas. Ese corazón tan grande me manchó la ropa, tuve que aventárselo al perro, no merecía ser entregado a Quetzalcoatl... no era más que un simple corazón de un cerdo.
El maíz se debe cocer con un día de anticipación, ya molido, se debe mezclar con sal, azúcar y la manteca de cerdo. Este cerdo tiene mucha grasa, parece que lo alimente demasiado bien. La carne de cerdo se parte en pedacitos para adobarla, mi madre siempre dijo que con más costilla que tajo, cebollas, chiles dulces maduros, ajos, sal, pimienta y algunos cominos. Cociné todo junto para que la carne quedara muy suave. Compré las hojas de plátano en el mercado de Santa Teresa, mientras hervían, fueron cambiándose hasta tomar un color negruzco, quedaron demasiado oscuras. Así de parda se sentía mi alma; hasta ayer. Hoy es día de todos los santos y un brío de nueva fuerza me llena de luz las pupilas. Desvené las hojas con mis manos, que ya no son más dulces. Sin embargo el ignorado sabor me seduce mucho más. Los tamales quedaron retacados, cargados de carne; una pinta excelente. Este año me ha salido masa de tamales como nunca: diez docenas. Los cocí a fuego muy lento, mientras la casa se iba humedeciendo con su esencia. El alma de animal merodeaba ahora las habitaciones, se impregnaba libidinosamente en las paredes.
El altar me resultó más bonito que nunca. Las ramas verdes parecen haber nacido así, en forma de arco. El naranja de las flores se confunde con el papel de china picado, las velas. Las canastas llenas de dulces. Puse una botella de tequila, tal como le gusta a mi marido; siempre acabo cediendo a sus caprichos, siempre tomo el lugar de su madre cuando él se vuelve un niño berrinchudo entre mis muslos. El incienso ha llenado ya toda la casa... hoy solo nos alumbrará la luz de las velas. Hice un caminito de pétalos, para que nadie se pierda, para que el cerdo encuentre bien fácil sus calaveritas de azúcar y de chocolate.
Mi suegra ha venido para la cena, la casa a media luz se ve preciosa, aunque a ella le pesa, me lo señala, se ve desmedidamente bella como para callarse. El olor de los tamales y del chocolate colma el comedor, he colocado papel picado sobre los manteles, el día de muertos siempre ha sido para mi una fiesta. Lo espero con las mismas ansias con que un niño aguarda la navidad. Estamos esperando a mi marido para la cena, su madre afirma que él no puede fallarnos en estas fechas, por más que yo insisto en que él no llegará esta noche. Yo lo sé de cierto. No tenemos mucho que hablar, yo estoy abstracta en los bríos que recorren mi aura mientras ella se limita a hojear apática el periódico. Invariablemente, la nota roja es la primer en seducir el morbo de las masas.
- Mira– Me muestra una de las páginas – la gente se pone violenta en estas fiestas-
Miro el periódico absorta, me asombra descubrir esta noticia y se lo hago notar moviendo la cabeza con gesto de desapruebo:
La cabeza de un hombre fue encontrada hoy en el baño de conocido centro comercial de la ciudad de México, informaron agentes de la PGR. El macabro hallazgo lo hizo un encargado de limpieza del centro comercial ubicado en la Plaza Santa Teresa uno de los más concurridos en esta ciudad situado en el periférico Sur. La cabeza, ya sin ojos, que estaba envuelta en una bolsa de plástico, había sido depositada en la cesta de basura de uno de los baños para mujeres del inmueble, agregó la policía. Las autoridades dijeron que investigarán la identidad de la víctima y cómo es que la cabeza fue a parar al lugar, pero se presume que el crimen puede haber sido un ajuste de cuentas entre traficantes de drogas. Debido al móvil del crimen, se presume que el asesino puede estar directamente ligado con perseguidos narcos como Joaquín "El Chepe" Guzán y los Quelero.
¡Sólo en México! Me sorprendo, no es posible que la prensa en nuestros días esté tan vendida. El amarillismo en nuestro país ahora sí ha llegado al límite. ¡Mira que decir que el asunto fueron drogas, que le saque los ojos (como si el cerdo de mi marido los hubiera tenido bonitos) y que tengo que ver con esos mentados capos del narcotráfico! Por eso hoy en día ya no se leen más los diarios.
Mi suegra y yo nos sentamos a la mesa, el olor de los tamales arruina la necia espera. Yo sabía bien de antemano que hoy él llegaría tarde: es día de todos santos y los espíritus no rondan las casas hasta después de la media noche. No vale la pena esperarlo para cenar, ni hoy, ni mañana… ni nunca. Los tamales a fin de cuentas los hice para su madre, para probarle que a mí también me pueden quedar buenos.
- Ya ves como sí cambia el tamal con la carne de cochino; ¡Esto huele delicioso!-
- Usted siempre tan acertada – Respondo mientras mojo un pedazo de pan en el
chocolate, aún a pesar del delicioso olor yo me niego a comer cerdo.
- De veras que te quedaron magníficos, esto es un manjar –
- Gracias, pero pues en realidad usted se lleva todo el mérito –
Le contesto con una sonrisa mientras ella se lleva un enorme trozo a la boca. Sus halagos no me inflan, a fin de cuentas el gusto lo da la carne y por el sabor del animal ella se lleva el mérito: ella lo parió, yo sólo hice los tamales.