viernes, 23 de noviembre de 2007

Tamales de los menos santos

¡La revista Alarma!, sensacionalismo y amarillismo burdo, debe venderse muy bien en los pueblos de provincia, porque en el mío estaba siempre en primera fila, al lado de los álbumes de colecciones y los periódicos serios. Imposible no verla con sus fotos violentas de gente desmembrada en accidentes o muertos con las tripas de fuera. Supongo que ese tiempo no se hablaba mucho de la contaminación visual o los traumas de infancia, porque los niños nos embelesábamos mirando las atrocidades de aquellas fotos. Una imagen me quedó, de una foto blanco y negro que mostraba una mujer de brazos cruzados mirando al suelo, un hacha y una cabeza de hombre dentro de un bote de aluminio de manteca, con la lengua de fuera, como puerco en carnicería. 

EL FUNGIBLE Especial relatos para España y América Latina 2007



Publicado por: Ed. Punto de Lectura


Cada año se repite su necia obsesión. Cada año la misma cantaleta absurda, esa terquedad enfermiza que se le agudiza con el olor de las flores de cempasúchil. Su reclamo se convierte ya en una desatinada tradición después de ocho años de asedio, de vivir diariamente el tormento de estar juntos; no se cansa, no le basta con el calvario silencioso que me hace vivir a diario. No le basta con forzarme a tragar sus malos humores, saborearme sus muecas de desapruebo, relamerme una y otra vez sus comentarios cáusticos, sus arranques iracundos. No se conforma con saber que le plancho los pantalones, le almidono las sabanas, le lavo las camisas que me trae a casa con manchas de labiales que yo no uso. No le basta con llegar a despertarme en la madrugada, oliendo a alcohol, con besos torpes, pensando que me hace el amor cuando en realidad me esta violando. ¡No!, no conforme con sus demandas, sus caprichos, sus infidelidades trescientos sesenta y cuatro días al año, tiene que venirme a arruinar también el primero de noviembre. El único día en que sonrío. 

La cantaleta comienza a finales de octubre, cuando su madre tiene ya listos los lechones: tamales de cerdo para el altar. Nunca me ha gustado la carne de cochino, me cuesta masticarla, se me dificulta pasármela por la garganta y luego se me queda en el estómago demasiados días. Me pesa en el vientre, tal como me pesa el cuerpo torpe de mi esposo en mi lecho cada noche. En mi casa, el día de todos santos se preparaban los mejores tamales: tamales de elote. Así se comen en el puerto, tamales de masa dulce con relleno de salsa picante. La mezcla de dulce con salado me apasiona, fue por eso que decidí casarme: mi piel es demasiado azucarada... necesitaba cada noche la sal de sus besos para no llenarme de hormigas; al menos eso creía. Hoy las manos me saben amargas. 

Él no soporta la composición: ó es salado, ó es dulce, pero nunca ambos. Por eso, cada año me critica los tamales, cada noviembre me hace cocinar un ciento de tamales, que al final no se come porque le saben dulces. Después de dimitir mi trabajo olvidado en el plato, llega glorioso a presumir la olla llena de tamales de cerdo, que amablemente su madre le ha preparado. Y mis cinco veintenas de tamales se agrían en la tamalera, se pudren como mi alma bajo su brazo, bajo mi título de ser su esposa. La norma que debe ser inquebrantable en la vida conyugal es bien conocida: una no debe nunca competir contra la suegra. Esa es la regla de oro. Yo no lo intento, pero en nuestro caso, su madre me pesa más que sus mil amantes, que su cigarro, que el fútbol, que su impotencia. Mi marido a sus treinta seis años sigue siendo un lactante, su madre no ha dejado de amamantarlo hasta éste día. Y yo sin hijos. 

Pero este año, estoy asediada de fastidio, este noviembre me quiero gozar la noche de muertos: el olor del copal henchido de incienso, naranjas chinas celadas por las canastas de papel matizado. Con el pan oliendo a anís y a flor de naranja, esperando sumergirse provocativamente dentro del chocolate hirviendo, para después avivarse en mi lengua, impregnarse mansamente en todo mi paladar. Con una muchedumbre de espíritus velándome la noche, estremeciendo las cortinas, suspirándome su respiración impávida sobre el cuello. Con mi casa oliendo a cempasúchil, flores de muerto. Sin el aludido canturreo de los tamales de cerdo. Por eso este año, por fin he decidido preparar yo misma un centenar de tamales, pero no dulces: tamales amargos, tamales rellenos de cerdo.  

Mi suegra forja un verdadero ritual de la matanza del lechón. Es una ceremonia solemne, un sacrificio a los dioses. Este año que por primera vez decidí seguirlo, preparé, a modo de sacerdotisa, con tiempo y anticipación mis utensilios: un cuchillo resplandeciente agudizando el filo con su brillo, un palo enorme que en sus buenos tiempos decoraba la seiba del jardín, ajos pelados, pimienta, cuerdas para atar, una olla, baldes, leña, paños, pajas para chamuscar. Mi suegra insistía en que se necesitaban al menos tres días para tener la carne ya lista para los tamales... yo empecé con buen tiempo, maté al cerdo el veintiocho de octubre.

Cómo me fastidia el chillido agudo y prolongado de los cochinos cuando mueren, le temía más a ese sonido penetrándome los oídos que al hecho de asesinarlo. Creí que sería yo  la que sucumbiría en el intento, caería agónica sin poder soportar el llanto: los cerdos chillan como si fueran niños. Mi espíritu maternal es el que me debilita, me imagino al pobre hijo que no he podido tener llorando desesperadamente. Si así llorara mi niño cada noche, el llanto no me pesaría, pero el presagio del sonido de un cerdo que camina a su muerte me llena de angustia. Mi suegra a sangre fría nunca da marcha atrás, el agudo sonido colma cada año su patio... hasta el momento en que ella regresa triunfante con el mandil manchado en sangre. Yo no quería escuchar ese agónico sonido en casa. es una verdadera suerte que el cerdo que maté se murió calladito. 

Nadie nunca terminará creyendo que yo maté al animal sola. La seiba fue mi copartícipe y compinche. Los lechones siempre se toman por detrás, y yo temía tomar a la bestia por la espalda, era demasiado grande para mí, estando así, sola, acabaría por vencerme. Tenía que calcularlo a sangre fría, tenderle una pequeña trampa. Lo entretuve con un anzuelo, uno muy dulce para que la muerte no le supiera amarga. Mi trampa tenía el dulce del piloncillo molido que se le pone a la masa y la sal del sudor que me cubría las palmas de la mano mientras sostenía el palo, como si de ahí colgara mi vida. Desde que el animal distinguió los pequeños cráneos de dulce se entretuvo en deglutirlos todos. Lo conocía bien, masticaba muy despacio los cráneos de azúcar para que no se le pegaran en los dientes. Cada mordida dada me aceleraba el pulso, sentía que el corazón se me salía del pecho, me taladraba tan fuerte que hasta llegue a pensar que el animal me escucharía. Pero el sonido del dulce entre sus encías era más fuerte.  Le di fuerza a mis brazos, toda la fuerza concentrada en mi matriz nunca habitada, en los rezagos de los golpes recibidos, de las mil veces en que las palabras me lograban sentir inútil. El golpe en seco corto el aire, el sonido, el espacio. Me tomó tiempo poder recuperar el aliento. El animal estaba ya en el suelo, mi golpe le había abierto el cráneo. Es una lástima que la calaverita de azúcar se haya roto también... era una verdadera obra de arte.
  
Aún respirando con dificultad en el suelo, sus ojos me miraban suplicantes. Gocé el delicioso placer de ser yo la que llevaba el mando de este juego, la sacerdotisa dirigiendo el ritmo de este sacrificio. Los latidos de mi corazón coordinaban la cadencia, tal como la música del tambor en el ritual comenzado, Mictlantecuhtli bajó a la tierra de los hombres para verme.  Introduje el cuchillo muy lentamente en su garganta, en cierto modo gocé la sanguinaria sensación de introducir el afilado elemento en sus músculos, era cómo si yo misma fuera el cuchillo: semejante a mi tacto sumergiéndose lentamente bajo su piel, sintiendo la agitación desesperada de sus venas, su agónico pulso en cada célula. Por primera vez yo era quien penetraba a un ser... por fin descubrí porque los hombres disfrutan más el sexo. 

El cerdo pataleaba emitiendo gruñidos guturales, nunca sabré si eran alaridos de dolor o imploraciones de auxilio. El chorro de sangre se fue agotando, al momento en que el animal  enmudecía, soltaba los dedos, dejaba los ojos en blanco. Le saqué el corazón a manera de guardarme un recóndito tesoro. El corazón... tan rojo. Tenía el corazón demasiado rojo. Ya en mi mano aún palpitaba inmensurable... como siempre, mentiroso. Uno no ama con el corazón sino con las tripas. El corazón es un falso fantasma, tan irreal, tan ilógico; como la foto de bodas, como la fiesta de aniversario cada año, como las promesas de amor rotas. Ese corazón tan grande me manchó la ropa, tuve que aventárselo al perro, no merecía ser entregado a Quetzalcoatl... no era más que un simple corazón de un cerdo. 

El maíz se debe cocer con un día de anticipación, ya molido, se debe mezclar con sal, azúcar y la manteca de cerdo. Este cerdo tiene mucha grasa, parece que lo alimente demasiado bien. La carne de cerdo se parte en pedacitos para adobarla, mi madre siempre dijo que con más costilla que tajo, cebollas, chiles dulces maduros, ajos, sal, pimienta y algunos cominos. Cociné todo junto para que la carne quedara muy suave. Compré las hojas de plátano en el mercado de Santa Teresa, mientras hervían, fueron cambiándose hasta tomar un color negruzco, quedaron demasiado oscuras. Así de parda se sentía mi alma; hasta ayer. Hoy es día de todos los santos y un brío de nueva fuerza me llena de luz las pupilas. Desvené las hojas con mis manos, que ya no son más dulces. Sin embargo el ignorado sabor me seduce mucho más.  Los tamales quedaron retacados, cargados de carne; una pinta excelente. Este año me ha salido masa de tamales como nunca: diez docenas.  Los cocí a fuego muy lento, mientras la casa se iba humedeciendo con su esencia. El alma de animal merodeaba ahora las habitaciones, se impregnaba libidinosamente en las paredes. 

El altar me resultó más bonito que nunca. Las ramas verdes parecen haber nacido así, en forma de arco. El naranja de las flores se confunde con el papel de china picado, las velas. Las canastas llenas de dulces. Puse una botella de tequila, tal como le gusta a mi marido; siempre acabo cediendo a sus caprichos, siempre tomo el lugar de su madre cuando él se vuelve un niño berrinchudo entre mis muslos. El incienso ha llenado ya toda la casa... hoy solo nos alumbrará la luz de las velas. Hice un caminito de pétalos, para que nadie se pierda, para que el cerdo encuentre bien fácil sus calaveritas de azúcar y de chocolate. 

Mi suegra ha venido para la cena, la casa a media luz se ve preciosa, aunque a ella le pesa, me lo señala, se ve desmedidamente bella como para callarse. El olor de los tamales y del chocolate colma el comedor, he colocado papel picado sobre los manteles, el día de muertos siempre ha sido para mi una fiesta. Lo espero con las mismas ansias con que un niño aguarda la navidad. Estamos esperando a mi marido para la cena, su madre afirma que él no puede fallarnos en estas fechas, por más que yo insisto en que él no llegará esta noche. Yo lo sé de cierto. No tenemos mucho que hablar, yo estoy abstracta en los bríos que recorren mi aura mientras ella se limita a hojear apática el periódico. Invariablemente, la nota roja es la primer en seducir el morbo de las masas.

   -  Mira–  Me muestra una de las páginas – la gente se pone violenta en estas fiestas-

Miro el periódico absorta, me asombra descubrir esta noticia y se lo hago notar  moviendo la cabeza con gesto de desapruebo:

La cabeza de un hombre fue encontrada hoy en el baño de conocido centro comercial de la ciudad de México, informaron agentes de la PGR. El macabro hallazgo lo hizo un encargado de limpieza del centro comercial ubicado en la Plaza Santa Teresa uno de los más concurridos en esta ciudad situado en el periférico Sur. La cabeza, ya sin ojos, que estaba envuelta en una bolsa de plástico, había sido depositada en la cesta de basura de uno de los baños para mujeres del inmueble, agregó la policía. Las autoridades dijeron que investigarán la identidad de la víctima y cómo es que la cabeza fue a parar al lugar, pero se presume que el crimen puede haber sido un ajuste de cuentas entre traficantes de drogas. Debido al móvil del crimen, se presume que el asesino puede estar directamente ligado con perseguidos narcos como Joaquín "El Chepe" Guzán y los Quelero. 


¡Sólo en México! Me sorprendo, no es posible que la prensa en nuestros días esté tan vendida. El amarillismo en nuestro país ahora sí ha llegado al límite. ¡Mira que decir que el asunto fueron drogas, que le saque los ojos (como si el cerdo de mi marido los hubiera tenido bonitos) y que tengo que ver con esos mentados capos del narcotráfico! Por eso hoy en día ya no se leen más los diarios. 

Mi suegra y yo nos sentamos a la mesa, el olor de los tamales arruina la necia espera. Yo sabía bien de antemano que hoy él llegaría tarde: es día de todos santos y los espíritus no rondan las casas hasta después de la media noche. No vale la pena esperarlo para cenar, ni hoy, ni mañana… ni nunca. Los tamales a fin de cuentas los hice para su madre, para probarle que a mí también me pueden quedar buenos.


   - Ya ves como sí cambia el tamal con la carne de cochino; ¡Esto huele delicioso!-
   - Usted siempre tan acertada – Respondo mientras mojo un pedazo de pan en el         
     chocolate, aún a pesar del delicioso olor yo me niego a comer cerdo.
   - De veras que te quedaron magníficos, esto es un manjar –
   - Gracias, pero pues en realidad usted se lleva todo el mérito – 

Le contesto con una sonrisa mientras ella se lleva un enorme trozo a la boca. Sus halagos no me inflan, a fin de cuentas el gusto lo da la carne y por el sabor del animal ella se lleva el mérito: ella lo parió, yo sólo hice los tamales.   


viernes, 7 de marzo de 2003

Catequizándome en tu viejo mundo

En México los significados de la palabra son innumerables. 
Es una voz mágica. Basta un cambio de tono, una inflexión apenas, para que el sentido varíe. Hay tantos matices como entonaciones: tantos significados como sentimientos (...) 
-Octavio Paz -

Con dedicatoria a dos buenos amigos y a aquella historia que -sin llegar a ser-  vivimos y se quedó enclaustrada en las letras de nuestros encuentros furtivos.


Tercera mención concurso:

Encuentro de Dos Mundos 2003 

de Ferney-Voltaire (Francia) 


Tengo la boca de Olmeca y la mirada profunda de un senote. Soy india, mezcla de maya con tolteca, saco a relucir mi orgullo Mexica. Llevo en la sangre el sabor a maíz, mi cuerpo huele a cacao y a maguey, tengo el brillo del jade en las pupilas y el canto del cenzontle en la garganta. Y a pesar de esto mi piel es blanca, pálida como la leche. Aún encomendándome cada noche a Tonatzín al mirarme al espejo veo los residuos de mis asesinos, de los viles asesinos de mi raza. Para los del viejo mundo, raza a la que no represento. 

- ¿Pero tus padres son españoles?
 - No, son mexicanos.
- ¿Pero tus abuelos o sus padres? 
- No, tambien mexicanos - Me esfuerzo por no cambiar el tono. 

Mantenerme ecuánime. ¡Española yo! Si mi padre corona sus ideas con una cabeza Olmeca, mi madre es más jarocha que la jarana y mis abuelos son más chilangos que el mismísimo Tepito. Si los padres, de los padres de los padres de mis padres han nacido en Tenochtitlán, en el Tajín, en Aztlán. Si yo crecí comiendo frijoles y tortillas de maíz, dulces de amaranto, chiles en nogada... chiles en nogada hechos con tus nueces de Castilla, con tu jerez, tus almendras, tus carnes rojas. Aún así, te niego. 

Esta vez la conquista se percibe tan simple. En este intervalo, como siempre, yo no pongo resistencia. Tal vez porque hoy me doy cuenta que ya te acarreaba en la sangre desde eras atrás, aun cuando siempre he querido negarlo. Así tocaste mi historia, para hacerme ver de pronto que te llevo en la sangre aunque te esconda. América, tan apremiante, al otro lado del océano. América fértil fémina reduciéndote con la mirada. Te aclamaba a lo lejos en silencio y tú la veías remota, como el horizonte mismo. En tu cabeza te situabas los límites, la advertías apremiante y lejana. La distinguías en tus manos, pero tan lejos. Precisamente eso te sedujo. América durmiendo, sintiéndose tan completa y tan nívea: tan complicada. Te vio llegar y se dejó conquistar. Hoy yo me siento América tocando el viejo mundo. Llego a tu viejo mundo y tú sigues conquistándome. 

Fue una noche de copas cuando te miré a lo lejos, tú parecías estar hundido en tu propio universo, yo ambicionaba que me vieras. No sabía quién eras, ni pretendía conocerte, simplemente coincidimos en espacios y tiempos. Tú querías diversión de una noche, yo bailaba sola y te sonreí. Creíste entonces que con la llaneza de tu mundo esta noche "te enrollarías" conmigo, no sabes que en México las mujeres jugamos con la mirada y al final cerramos los ojos para dejar de ver. Yo te descubrí como Colón descubrió América: sin cavilarlo, sin esperarlo. En este encuentro hubo mermas y ganancias que no pondré en la balanza; tú perdiste tu noche de juego por deleite. Te acercaste a besarme demasiado pronto y te temí, pero a pesar de mi rechazo te quedaste. No ganaste un beso, pero sí mi historia. Yo te quería como a la noche, esperaba que amaneciera para dejarte ir, pero te dejé quedarte, aún sabiendo que mi cama ya estaba llena. Perdí mi tranquilidad, gané la dulce incertidumbre de una duda. 

- Vaya que los españoles son rápidos - te dije, con un tono que se confundía entre desapruebo y coquetería mientras rechazaba el beso que pretendías robarme a los vagos cinco minutos de haber entrado a mi historia. Sonreíste paciente; comenzaste a usar tu boca para conquistarme con palabras y no besos. Como todo un estratega, erraste la primera vez pero la segunda me tuviste entre tus manos. Eras como soñé a mi Quetzalcóatl, con tus ojos claros y transparentes y la piel blanca como si el sol no te tocara nunca. Eras el Huitzilopochtli que esperé hecho materia cuando yo te creía un espíritu vago en la utopía de mis sueños. Eras español. ¡El colmo! Ahora me quedaba enajenada con ese tu acento que tanto había rechazado. Con tu piel blanca, tus cejas pobladas, tus ojos transparentes. Con esa combinación única en tu pecho, que se alcanza a ver blanco muy al fondo pero que siempre se cubre bajo la máscara de un vello espeso. Con tu manía de diferenciar la S de la C y la Z. Con la manera en que lograste derrumbarme sin quererlo. Jugué con fuego, me uní a tu conquista contra mi mismo ente. Me alié a tu batalla, para yo misma, con mis manos de india derrumbar Tenochtitlán y mudarme a tu castillo. 

Tú me seducías con tu nuevo idioma. Tú me enamorabas con solo ser, sin tiempo, sin medida. Sin darme cuenta te hice necesario. Tú sabes como besarme el cuerpo con una mirada, con un gesto, con una frase: Parece que la luna nunca dejara de besar tus pies y yo nunca dejare de tener celos de la luna. Te beso, te beso un millón de veces. Me llenas el espacio como si me conocieras de siempre. Tal como si viviéramos bajo el mismo Dios, como si nunca hubiera existido un océano entre nosotros. Por momentos me parece que tus labios fueron creados para embonar en los míos, despierto a la realidad para saber que fuimos creados en mundos diferentes. Pero con tus labios explorándome el cuello como un nuevo territorio, descubriéndome centímetro a centímetro, nada me parece común 

- Contigo nada es común todo es extraordinario - 
- ¿Me lo dices o lo piensas? - 
- Te lo digo - 

Así entre besos y palabras desperté una mañana percibiendo que ya había olvidado como hablar náhuatl: el Templo Mayor estaba ya por el suelo. Y yo no le lloraba. Ironías del destino, una Malinche del siglo veinte. Nada de que impresionarse. Aquí a los del viejo mundo parece no abrírseles los ojos ni con la muerte al acecho. Me dejé acostumbrar a ti, sin tiempos, sin medida. De un día para otro llegaste a mi casa con tu mochila cargada, acomodaste tus playeras en mi clóset, llenaste mi cocina, con pan, tu vino, tus jamones serranos; me acostumbraste a comer “pinchos" y “bocadillos”, a verte semi desnudo por la sala, a dejarte el mejor lugar en el sillón para después yo tomar tu hombro como mi respaldo. Tiré las almohadas de mi cama, tu pecho era ahora donde posaba mis sueños y tus brazos mi cobija. Te había construido ya la nueva España y tú habías llegado como si así debiera haber sido siempre. Un día abrí los ojos y de verdad me creí que antes de ti no había más que desierto en estas tierras. Mi Tenochtitlán reposaba ya muy por debajo del suelo. Yo había aprendido a olvidarme de mi tierra, de mis dioses, de mi gente. 

- Que regreso a Madrid- sin más pena ni gloria me lo sueltas. Sin gestos, sin miradas. Como un actor mediocre jugando un rol dentro de un monólogo barato. ¿Por qué me cortas las alas cuando ya me subiste hasta la cima? Me remontas a lo más alto del risco para enseñarme la majestuosidad de tu soberanía, del nuevo mundo que has creado. Y yo, creyéndote todavía mi Quetzalcóatl me siento la elegida para compartir la inmensidad de tu historia. ¡Estúpida y mil veces estúpida! Me avientas desde lo más alto del despeñadero para dejarme de nuevo hundida en este mundo de mortales, para que me llamen Malinche, traidora, paria. 

- No te lo tomes demasiado en serio - ¿Qué parte no me tomo demasiado en serio? Tus besos, tus palabras, la forma en que sabes jugar con cada letra, con cada frase. La forma en que me besas a distancia. Como logras seducirme con un gesto. ¡¿Qué parte no me tomo en serio?! ¡Que existes, que respiras, que no eres mío! Que llegaste para irte. Me dices que son "solo momentos". ¿Cuándo te he pedido mas, cuándo solicite ser la reina de tu historia? No te lo tomes demasiado en serio, que quede claro que esto es un momento, que la realidad varía. Que las palabras se esfuman... irónicamente la historia del mundo se escribe con vocablos, irónicamente giramos alrededor de letras, de frases, de pensamientos. Pero para ti nada importa. Nada vale. Y es que por tu cabeza en realidad nada pasaba mientras una frase tuya ya me había desacomodado los sesos. A ti no te pasa la existencia, tal vez porque te han enseñado a creer en la vida eterna. Yo temo que mi quinto sol se termine, por eso me aterra tomar decisiones nuevas. (E irónicamente en nuestro primer encuentro hablamos de religión). Temo que de nuevo la conquista sea tan sangrienta, que de nuevo tu dolor se me quede grabado en las entrañas. 

Tú y yo no hablamos el mismo idioma, por eso nunca podremos entendernos. No hay traductores en medio de la cama, cuando el silencio se vuelve una barrera. Cuando tu sueño pesado va poniéndole ladrillos a este muro. Ahí, en una misma cama distingo que vivimos en países diferentes... tú duermes como un niño después de dejarme a mi con la cabeza recargada en la almohada hundida en el insomnio y en la oscuridad de la noche. Mis lágrimas perdidas no llegan siquiera a humedecerte el sueño. 

Los españoles se fueron de vuelta a su patria... con las bolsas repletas de oro, plata, jade. Con nuestro chocolate, nuestro café. Con nuestros dioses en las suelas. Dejaron a su paso viruela, hijos, indias enamoradas. Ídolos destrozados, hombres heridos, mujeres con corazones rotos: muerte. Se embarcaron una buena mañana, cruzaron el atlántico sin virar la mirada. Sabiendo que volverían a sus casas, con su gente. Y acá, al otro lado, en el nuevo mundo nos dejaron todo de cabeza: sin casa, sin religión, sin riqueza. Así de un día para otro decidiste marcharte, así me dejaste la cama vacía, la mente perdida, el vientre aun caliente con tu semen. A fin de cuentas, tú regresas a tu casa donde yo nunca he estado, donde yo no falto. Y sin más un día, tú me invitas a que yo conquiste España. Tú me quieres en tu espacio en tu mundo. Lo sacas así, como si fuera nada. A ti nadie te enseño a hacer cambios, o gestos. A entonar frases. Tu corazón es mudo, tus ojos ciegos. Y yo parezco Juana la Loca gritando siempre lo que mi corazón procesa, dejando que mi garganta venza siempre a mi razón. Así ecuánime me lo dices...igual que si me pidieras agua:

- ¡Joder, cuida la sartén, que la tortilla de patatas se te quema tía!...hace falta hacer la compra, se nos han terminado el colacao y los cereales... ¿Vienes conmigo a Madrid? - 

Mi cerebro trata de traducirte en breve: ¡Pendeja estas quemando los huevos con papa! ... hay que ir al super porque ya se nos acabo el choco-milk y los corn flakes... ¿Quieres que te cambie la vida, que te revuelva las ideas con un viaje, quieres venir conmigo al mundo que no conoces?...quieres ser parte de mi mundo... te quiero matar... te quiero amar... ¿Quieres que yo te quiera? Me quedé muda. Tú comiste, terminaste y te levantaste de la mesa como si nada estuviera sucediendo. Para ti es tan simple hablarme, como si en realidad habláramos un mismo idioma. Tú no sabes que mi español esta cargado de ideas, que cada vocablo, que cada letra tiene el nuevo sentido de una nueva España. De un híbrido. Tú crees que yo debo entenderte, cuando yo me creé esta nueva lengua para enseñarte a hablar mi idioma. Ni tú, ni tu gente lo han entendido. Tus conceptos son cuadrados, son un triángulo perfecto como tu santísima trinidad. Mis ideas en cambio se mueven como una serpiente, tiene curvas, rotan. Como la mutación constante de mi serpiente emplumada. Aún así tu única respuesta no varia: No te comas el tarro. ¡No te comas el tarro cuando tú a mí me estas devorando la existencia!. Me masticas a trozos y luego sin más ni más, te largas a tomar el postre en algún otra parte. 

Te encamino hasta el aeropuerto sin más preguntas, yo ya sabía este fin desde el comienzo de nuestra historia que nunca llegó a ser contada. Pertenecemos a mundos diferentes. A tiempos y espacios que no embonan. Nuestras lenguas llegaron a entenderse en besos; pero los besos no alimentan. Tú estabas muriendo de inanición mientras me alimentabas el alma. No te voy a hablar en español, voy a pensar en otomí, en maya, en purépecha... soy una totonaca y mi corazón es grande. Hoy me lo saco orgullosa del pecho para que tú, mi Quetzalcóatl te lo lleves entre los dientes. Y ya sin corazón y con el cerebro en piezas, no me decido a soltarte una sola de las mil preguntas que me rondan, una sola del millón de frases: simplemente no articulo. No te vayas. No me dejes. Llévame contigo. Quédate aquí. Quiero dejar mi tierra. Quiero conocer la tuya. Quiero que me catequices. Quiero que aprendas náhuatl. Quiero que comas molletes. ¡Quiero que vengas! Quiero que te vengas. Quiero que me quieras. ¡Te quiero! Nada me sale. Ni una sílaba. 

Te veo partir, hago como que no me importa, me doy la media vuelta para quedarme ahí mirando desde el cristal cómo se va tu avión. Y lloro. Sólo a solas me atrevo a manifestarme como lo que soy, por primera vez te acepto. Soy mestiza. Y me hace falta mi lado español para estar completa. Y de pronto: vienes... no te has ido. ¡Te has quedado! Te estas acercando a mi y ya no temo que me veas vulnerable. Me he quitado la mascara, hoy acepto que yo te necesito. Aún cuando no sé si te vas, si vienes por mí, si me llevas, si te quedas. 

- ¿Pero joder tía, qué pasa? – Me limpias las lágrimas con tu tacto 
- Me dio miedo quedarme aquí solita en esta ciudad tan grande - 
- No, no te he dejado sola, nunca lo haría... me he escondido un momento para que me eches de menos - 
- Yo no sé echar de menos... ¡Pero cómo te extrañé! –  


Rosa Elena     

martes, 15 de enero de 2002

Esta noche te pintaré la vida

He visto tan de cerca historias de mujeres que se enfrascan en relaciones enfermas, insoportables, denigrantes, decayendo de poquito a poco, como no queriendo. Como un alcohólico, como un drogadicto. He estado en ese umbral, y por suerte salí huyendo antes de la caída inminente. 

VIII Premio Nacional de Cuento Carmen Báez

Publicado por: Ediciones Michoacanas, 2002



El cuarto como cada noche rotaba alrededor de la cama; tu brazo firme como el roble que me resguardo de la lluvia, como el yugo de nuestra relación, el ancla que me mantiene atada a tus tobillos. Tu brazo cubierto de vello, de sudor, de sal, de ese olor a tabaco que caracteriza tus besos, de mi lengua perdida, de mis labios sellados. Tu brazo cortándome el aire. Reprimiendo mis deseos. Parece que de pronto te conviertes en un extraño, eres mi verdugo. Como cada noche llegamos a nuestra mínima casa, hecha para uno; lugar que a fuerza volvimos de dos. Abrimos la puerta del cuarto, nuestro cuarto, el de la ventana pequeña que enmarca nuestra cabecera, el de las paredes verdes. Paredes que nosotros pintamos con esponjas; manchas de nuestra unión que se ha tornado cadena, verde lamoso, verde selva, verde indefinido como mis ojos, verde como el pasto del jardincito que se marchita afuera, se nos está muriendo…como mi alma. La ventana se ha quedado con las misma persianas caquis de cuando nos mudamos, el cuarto se veía tan lleno de luz entonces. ¿Dónde se ha quedado? Probablemente los muebles le han robado vida. Era un cuarto inmenso, infinito, demasiado para dos jóvenes estúpidos, embriagados de amor, mucho espacio alrededor del lecho considerando que entre nosotros el espacio era nulo. Aquí también vivía el sol. Se ha mudado. El sol reflejándose en mis pies desnudos las mañanas de domingo, cuando nos levantábamos hasta muy tarde. El sol escurriéndose por las aberturas entre las persianas. El sol inundándolo todo, cuando aún sin cama dormíamos tirados sobre la duela de madera gastada y nuestro mobiliario se conformaba únicamente por nuestras mochilas en la esquina del closet sin puertas. Tú y yo en ese cuarto, con las mismas persianas abiertas cada noche, sin mas música que el vago sonido de tus discman. Ahogados en la risa simple de ser nada, de perdernos en nuestras cuatro paredes inmensas, cuando aún eran verde esmeralda. Cuando aún eran verde bandera, verde agua, verde vida. Y sin embargo, todavía son verdes. Fue así nada mas, de pronto, que nuestro mundo comenzó a sobre poblarse. Necesitamos  de una cama, de un silloncito, de la televisión sobre el mueble donde guardamos las revistas. Nos volvimos dependientes de las colchas, las almohadas, la lamparita de noche. La vanidad de nuestra naturaleza humana, porque así venimos al mundo. Desde que nacemos nos complicamos la vida envolviéndonos en mantas de algodón para volver inútil la piel que no sabemos mutar.

La duela era fresca en primavera, antes de que los veranos se volvieran homogéneos con los otoños: un híbrido, una deformidad. Así es el clima en esta ciudad de julio a noviembre, las lluvias constantes, dejando el olor de asfalto mojado en nuestra lengua, el calor pegajoso del puerto en nuestra piel y el bailar de los árboles burlones en nuestros oídos, tratando de confundirnos siempre: ¿Es verano o es otoño?. Eres verano, yo otoño. Tienes sangre que bulle, manos que queman. La chispa de tus ojos rebota en tus pupilas, baila, juega. No te quedas quieto, eres ruido de plaza, eres música de feria. Eres sudor, sal y tierra húmeda. Y yo…el otoño. El otoño que se sabe incierto. Que cambia de aires, vuela, se esfuma. Arrastra consigo las hojas secas, las va perdiendo mientras recoja otras nuevas. Así yo, el otoño, tan melancólico, tan indefinido. Sin alcanzar la calidez de julio ni el frío de diciembre. Otoño al fin. Cayéndose él mismo al tirar las hojas. 

La soledad de pronto se nos clavaba en las uñas. Nuestra soledad de los dos se volvía un hongo, se expandía en nuestra carne, en nuestro sudor, en la sal de despertar juntos dándonos la espalda. Siempre fue difícil despertarte, pero este otoño (¿ó acaso es verano?) las mañanas se vuelven un martirio. Tu cuerpo, como un bulto. Un saco de paja, de alpiste de arroz, con aroma a establo, a tierra mojada, a humedad guardada en el closet. No podía despertarte. Ya no escuchabas mi voz. Me había vuelto muda de pronto. Y sucedió precisamente la mañana de ese lunes. No hiciste el café. No buscaste los filtros en la alacena, no me preguntaste metódicamente dónde habían quedado nuestras tazas, no llenaste la jarra con agua, no conectaste la cafetera.  Y yo me quede ahí, sentada en el banquito, con los codos en la barra mientras mi pan se calentaban en el tostador. Tomaste leche. Leche fría, en un vaso pequeño. Tomaste leche y te limpiaste los labios con mi servilleta. No hiciste café. Me besaste en los labios, y no eras tú. Sellaste el beso con leche, no con café, y me quedé muda. No hiciste café. Perdí la voz. El café de la mañana siguiente estaba agrio. El de la mañana siguiente aguado, ligero, como café de fonda. El de la mañana siguiente perdió el aroma. No regresó nunca nuestro olor amargo, nuestro sabor cargado. Nuestro aroma. Nuestro café. Y me quedé muda.
Tu aún creías escucharme cuando subíamos al coche. Arrancabas, prendías como siempre el radio hasta llegar a la esquina. Hablabas de las tablas, de las estadísticas, de la junta de esta tarde. Hoy otra vez llegarás tarde. Hoy otra vez no te esperaré a cenar. Sigo escuchando tu voz mientras mi mirada se pierde en las banquetas, en las niñas con sus uniformes cuadriculados en la esquina, sentadas en sus mochilas de ruedas esperando el camión que las lleva cada mañana. En las abuelas cruzando las calles con sus bolsas de mano, escondiendo ahí un labial para pintar sus labios secos como una pasa, una gota de vanidad guardada en cada cierre. Y a fin de cuentas: solas. Tal vez andan buscando al hombre que un día dejo de oírlas. Alguno que probablemente una mañana cambio el café por la leche, y ellas, las ancianas de los parques, del mercado, de cada esquina, se volvieron mudas. Ya después, cuando el verde de las paredes se esfumo, sus hombres comenzaron a perder la vista. Y dejaron de verlas. Tomaban leche fría en vasos pequeños por las mañanas. Hasta que dejaron de verlas.  Voy a pintar el cuarto de rojo. Busco en la guantera mi labial, de verlas se me ha antojado pintar mis labios de carmín, a ver si así te acuerdas de besarlos. Estos últimos meses siempre confunde mis labios con mis mejillas. Me besas como mi padre. Y ahora que veo mis labios reflejados en el mínimo espejo, creo que se ven iguales que hace cinco años, cuando los besaste por primera vez. De golpe. Sin aviso. Te gustaron tanto esa noche que decidiste hacerlos tuyos, no te cansabas de morderlos, de recorrerlos con tu lengua. No perdías momento para besarlos, a veces creía que querías quedártelos en los dientes. Me encantaba pensar que podías arrancarme el labio de una mordida. Y dejarme la lengua manchada de sangre. Como el labial que esta guardado en el cierre de la vanidad. Como las pasas coloradas que adornan los rostros de las viejitas. Voy a pintar el cuarto de rojo.

Mi carmín barato no ha servido de nada. Me bajo del coche y de nuevo confundes mis labios, hoy ha sido con mi frente. Tal vez ya estás perdiendo la vista. Como los hombres que buscan las ancianas. Por eso ya no ves mis labios aunque sean rojos, y crees que el blanco es negro, por eso tomas leche en lugar de café. Pronto dejarás de verme. Ya no me escuchas y ahora dejarás de verme. Me acabo de dar cuenta de que estas enfermo, tu enfermedad  me asusta. En el trabajo no puedo dejar de pensar en este malestar que te corroe. Todo se va lento, metódico. Contesto las llamadas, arreglo los papeles. Parece que no soy yo, me estoy viendo desde afuera, con mis pantalones negros que no tengo que lavar, con mi camisa gris mal planchada. Y mi cabello, siempre sin un lugar fijo. El rojo que me he puesto en los labios hoy resalta entre los grises de la oficina, hasta hacen juego con mis mejillas, que siempre se ponen rojas al medio día. Tal vez por eso las besas mas ahora. Las ves rojas, y piensas que son mis labios pintados. No me gusta que me beses las mejillas.  

Hoy salgo a comer sola, no quiero estar con nadie. Creo que me estás pasando el virus y temo contagiar a mis amigos. Sí, ya me di cuenta de que comienzo a enfermarme. Ya no veo igual el verde de las paredes de nuestro cuarto. Era un verde bonito, como jade, como esmeralda. El brillo de nuestras velas en esas noches eternas se reflejaba en las paredes, y las hacia verde selva. Un cielo verde, con estrellas de fuego. Y nosotros dos, mirándonos a los ojos, tú me penetrabas toda. Metías tu mirada en mis pupilas, que se dilataban, se hacían enormes hasta llegar a ver el techo infinito. Metías tu lengua en mis dientes, en mi paladar. Metías tus manos entre mis senos. Metías tu rodilla en mi entrepierna. Tu aliento desbocado en mis oídos. Tu respiración cortada en mi boca. Nos abrazábamos fuerte. Muy, muy fuerte, como queriendo pegarnos la piel del otro en la propia. Cansados, oliendo a sudor, a sexo, a metamorfosis bajábamos de nuevo a perdernos en las sábanas. A despertar entre sueños. Nuestras sábanas también son verdes, verde bajito, como de uniforme de enfermeros. Verde limpio. Y ahora se me olvida de que color se ve. ¡Comienzo a enfermarme!, tal vez mañana empiece a tomar leche en vez de café y confunda tus mejillas con tus labios. ¡Y no quiero! No quiero que se me olvide a qué sabe el café caliente. No quiero desconocer el sabor de tus labios.¡Yo no quiero estar enferma! ¡Yo quiero seguir viéndote!.  

Regreso a casa sola. No prendo las luces. Voy directo a la cocina para oler el café. Como siempre, está en la misma lata, dentro del refrigerador, nuestros granos de café siempre están fríos. Puedo olerlo, el café aún me huele a nuestro café. Me sirvo leche, en un vasito pequeño, creo que es el mismo que tu usaste esta mañana. Que bien, no me sabe a café. La escupo y me enjuago la boca, no soporto el tufo de la leche en mi lengua. Ese sabor que se queda impregnado. No, creo que yo no estoy enferma. Pero no he visto nuestro cuarto, tengo que checar el color de las paredes. Temo prender la luz para darme cuenta de que no es verde bosque. No, no lo es... es verde feo, verde lama, verde mohoso. Sí, estoy enfermándome. Tengo que pintar el cuarto de rojo. El rojo es vida, es pasión. Es lo que necesitan nuestras pupilas para volver a estar sanas, para no dejar de vernos. Ya perdiste el oído y el gusto, no quiero que pierdas la vista. Estas paredes tienen que ser rojas. Rojas fuego. Voy a prender las velas, tal vez eso nos ayude un poco. Llenar el cuarto de luces tenues, como lo hacíamos antes. Cuando llegues, las velas alumbrarán cada rincón, las paredes del cuarto se verán verde cielo. 

Te esperaré desnuda entre las sabanas verde limpio, con los labios y las mejillas rojas de la sangre que me quema por tu ausencia. Te besaré lentamente, te recorreré cada espacio, cada célula, hasta lograr que tu sangre bulla como la mía. Y te queme la piel, te arda en las venas hasta que quieras hacerme el amor como un ritual. Buscar mi olor. Mi voz perdida. Y cuando por fin la encuentres me escucharás diciéndote que te amo: volverás a oírme. Cuando regresemos juntos del sueño, la luz de la mañana ya habrá inundado el cuarto, y volverá a ser verde jade. Ya no tendré que pintarlo de rojo.

Entras al cuarto, hace demasiado calor. No sé si son las velas o mi sangre. Abres la ventana, el calor te parece insoportable, me entra de golpe el frió de la noche en la espalda, el frío de tu mirada en mis pupilas. Estas cansado, me dices, mientras soplas para apagar la vela que puse sobre el buró, te desabotonas la camisa. No lo había pensado, la enfermedad te debe tener tan agotado que no tienes fuerza ni para tocarme, de nuevo se me olvidaba que estas perdiendo la vista, ni siquiera notas que no me he puesto ropa. No importa. Dormiré desnuda, como en los días de escuela, con tu brazo alrededor de mi cabeza, mi mano en tu pecho y la tuya alrededor de mi cintura. Solo dormiremos, respirando juntos, soñando juntos. Sin hacer nada más. Quiero sentir de nuevo tu brazo acariciándome, no cortándome el aire.  Te acuestas, creo que la enfermedad me está llegando. Mi sentido del olfato, comienza a afectarse, tanto, que ya no huelo tu aroma a tierra humedad y a cigarro. Me hueles a perfume, perfume barato. De esos perfumes que vende en las esquinas de las plazas, que pican en la nariz, que raspan el olfato. Perfume de mujer. de esas que se pintan con labiales carmín intenso, como queriendo cubrir todos los besos que esconden sus labios gastados. De ese rojo quiero pintar estas paredes. Te acuestas dándome la espalda, la enfermedad en ti  se vuelve crónica. Cada día te noto recaer un poco más. Hoy a pesar de que pinte mis labios de rojo, no me has visto. Ya no me ves. Es imprescindible que pinte las paredes. Las velas se ha derretido por completo, el cuarto se va quedando oscuro. Escucho tu respiración a lo lejos, tan lejos. Estamos separados por este abismo que ha partido nuestra  cama en dos. Tu quisiste comprar este colchón  inmenso, con espacio para almohadas y cojines. No sabías que en las noches se parte, aparece este muro que nos tiene separados. Respiras y sueñas en tu lado, mientras yo, a lo lejos tengo los ojos abiertos sin poder ver nada.  Ya no puedo ver siquiera el verde feo de las paredes. Tengo tanto miedo de enfermarme, de que me contagies este mal que te carcome la vida, que no puedo conciliar el sueño. Que tal si cuando despierte ya no te oigo, ni te veo tal como te pasa a ti conmigo. O tal vez tu me dejes de ver por completo y me quede sola como las viejitas con labios de pasas rojas que caminan en las esquinas de las plazas buscando a los hombres que cambian el café por leche. No quiero vivir sabiéndote perdido. Quiero tomar cada mañana de tu misma taza, café cargado como a mí me gusta, caliente como lo tomaba tu abuelo. Quiero tener tu cabeza en mi pecho esos domingos infinitos cuando el medio día nos llega en la cama. Quiero que me escuches en el auto. Quiero que regreses temprano a nuestra casa, y que el cuarto se vuelva a quedar sin muebles, que las paredes vuelvan a ser verde bonito. 

Entre mis deseos y temores, el sueño me vence la batalla. Y comienzo a soñar cosas extrañas. Uno de esos sueños que parecen tan reales, tan infinitamente ciertos que temes quedarte atrapada, sientes pánico, un sudor frió en la nuca que te baja lentamente por la espalda, pero es imposible distinguir si es tu espalda real o tu espalda en el sueño. La desesperación te contrae los nervios: no puedes despertar. Tu respiración vive en otro mundo y tu corazón se ha paralizado. Las imágenes son lentas, son borrosas, son rojas; el color del que voy a pintar nuestras paredes. Mi sueño es tan extraño, la fiebre de esta enfermedad me provoca delirios, sueño que teniéndote a junto a mí, en una cama inmensa, dejas de verme. y de respirar y de latir. Necesito sacarte los ojos para ver si ellos sí saben verme, para ver si entre mis manos recuperan al fin la vista. Tengo ya tu ojo marrón entre mis dedos, esta húmedo, es tan suave, tan frágil. No me ve, ha olvidado cómo. Tu ojo transparente como ojo de gato, ya no me mira. Recuperaré tu lengua entonces. Sueño que te beso, te beso como cuando nos besábamos en el cine. Tu boca quiere reconocerme. Pero otra vez tu cerebro no la deja. Te beso con mas fuerza, con tanta pasión que tu lengua se queda entre mis dientes. Siento tu sangre, sabe a tabaco y a café, como tus besos. Tu lengua esta ahora sobre mi mano, e igual que tus ojos, se ha olvidado de mí. Aún está caliente, me mancha las manos de carmín, me gusta el color. Pintaré las paredes de rojo lengua. En el sueño veo de pronto tu pecho, inmenso. Me acerco lentamente y lo recorro con el dedo hasta llegar a la altura de tu corazón. No lo escucho. Acerco mi oído. No palpita. ¡No puede ser cierto! Tu corazón no puede ser tocado por la enfermedad. Tu corazón es mío, me lo regalaste mucho antes. No puedes dejar que así nada mas se muera como tus ojos y tu boca. Tu corazón no puede dejar de conocerme. ¡Tu corazón me sabe!. Tu corazón es mío, tú mismo me lo diste. Esta enfermedad te ha dañado tanto que crees que te lo he devuelto, que de nuevo es tuyo y puedes enseñarlo a no palpitar por mí. Pues no: no puedes. ¡Este corazón es mío, con mis manos me lo llevo!. Ya no estará mas en tu pecho infinito. Ya no estará en tu cuerpo de verano, lleno de ruidos de plaza y de feria, ni en tu piel que huele a tierra con tabaco. Ni en tus huesos que me cortan la respiración cuando me aprietan. No latirá para ti, porque es mío. Y lo tomo, no morirá contigo. Desesperada me abro camino en tu piel, te arranco la carne, las venas. Hay sangre, roja, como el color que quiero poner en las paredes. Tu corazón quiere salvarse, esta latiendo. Aun en mis manos late. Él si me reconoce. Lo tengo en mis palmas, bailando, revoloteando, palpitando para mí. Me reconoce, me escucha, me ve. Es mío. Las sabanas se han vuelto rojas, tan rojas como siempre quise verlas. Pero las paredes aun son verde feo. Mis manos y toda yo somos color carmín. Mis manos funcionan cómo las esponjas que usamos para pintar las paredes de verde. Estoy pintándolas de nuevo, pero ahora de rojo, rojo pasión, rojo fuego: rojo sangre.  Este rojo me ha gustado mas que ningún otro. Es el rojo que tú hubieras escogido. Porque es tuyo. 

Creo que hoy comienza la primavera. Esa etapa horrible donde el verano y el otoño se confunden ha terminado. Lo sé porque el sol ha regresado a nuestra casa, ya comienza a colarse entre las aberturas de las persianas, es un sol dorado como el que inundaba el cuarto las mañanas de primavera. La cera de las velas ha manchado todos los muebles, he tenido que tirarlos, de nuevo sólo esta la cama, la persiana, tú y yo. Ya no hay verde feo. Las paredes están pintadas de rojo. Eso me llena de vida. La luz del sol ya esta reflejándose en tus pies. Yo no puedo mas que sonreír de felicidad,  he despertado de ese sueño infinito, para darme cuenta que no estoy enferma. Aún te veo, te huelo, te oigo. Tu  corazón está manchando mis manos de rojo, rojo bonito, como el de nuestras paredes. Sin embargo en ti,  la enfermedad continua esta mañana. Sigues sin verme (¡Con qué ojos si te los he sacado!), sin sentirme (¡con que lengua si la he tomado entre mis dientes!), sin moverte, sin hablar. Sin amarme. ¡Pero como pretendo que me ames, si tú mismo me regalaste tu corazón un día!. Me había olvidado que era mío, anoche lo recordé en un sueño y lo tomé. Esta mañana palpita entre mis manos, mientras veo el sol de primavera colarse por la ventana de nuestro cuarto rojo. Hoy de nuevo sonrío.


Rosa Elena               


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